viernes, 12 de noviembre de 2010

Dios es infinito, y hace de todos nosotros incapaces de alcanzarlo. Su ley es perfecta, y hace de todos nosotros incapaces de cumplirla. Por ese motivo Dios se acercó a nosotros con misericordia infinita, que era la que era necesaria para provocar el acercamiento de un ser infinitamente superior a un ser infinitamente inferior. Ese acercamiento, ese ir más allá Dios de sí mismo, fue anticipado por muchos profetas y realizó estando aquí muchos milagros. Ese acercamiento, ese puente entre lo infinito y lo más superfluo se llama Jesucristo, que es Dios, pero no es un Dios cualquiera, como el Dios que encabeza este párrafo, sino que se llama Dios Hijo, mientras que el primero se llama Dios Padre.

Dios Espíritu Santo es la fuerza que permanece en nuestros corazones cuando intentamos imitar de modo consistente al Dios Hijo que es Jesús. Jesús mismo, que está además de en el cielo y en todas partes en nuestros corazones, nos da la fuerza para imitarle exitosamente, y de algún modo hace confabular al entero universo para que ello suceda si lo queremos perdurablemente. Porque con nuestras fuerzas finitas y superfluas es sencillamente imposible intentarlo.

Sí, la verdad fundamental es que Dios, además de estar en todas partes, anida en tu corazón. Se llama Jesús, y vive muy incómodo por las pasiones que le rodean. Imagínate a algo infinitamente bueno rodeado de patoteros. Y de su felicidad, de su comodidad, quieras o no depende la tuya.

Mi síntesis bíblica es: Dios dejó su ley de causa y efecto de lado para que podamos vivir como si nunca hubiéramos pecado, es decir como si tuviéramos una vision infinita acerca de nuestro actuar; deja tú pues las leyes de los hombres y ve al encuentro con Él.

Cualquier incomodidad por ir más allá en los cumplimientos morales, verás cuán pronto te hará libre, cuán pronto será una comodidad para tu interior y para todos los que te rodean.

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